miércoles, 5 de diciembre de 2012

PÁGINAS BLANCAS

Dedicado a mi madre.


Desde muy pequeña, Laura esperaba con ansias la hora en que su madre entraba a su dormitorio, abría la única ventanita a la izquierda de su cama, y descorría las sencillas cortinas de vual blanco amarillento que ella misma había cosido en la Godeco antes de casarse. El celeste intenso del cielo entraba con toda su luz a través del vidrio, y la chiquita se frotaba los ojos aún empañados por el ensueño, mientras la mujer se le acercaba a darle un beso en la mejilla y su habitual “buen día”.
Ni bien Rosaura salía de la habitación, la niña buscaba con la vista alguna nube otoñal en la ventana para colgarse de ella y ser la princesa en el carruaje de sus fantasías, el león, el ángel, o el Dios todopoderoso y barbudo de sus oraciones que la madre le enseñara a rezar en italiano, antes de acostarla, para protegerla del diablo que aprovechaba la oscuridad para robarse a los niños malos.
Así, el terror de Laura crecía y la paralizaba aún más que las calzas blancas que llevaba puestas desde hacía un mes. Esas medias duras que no se parecían en nada a los soquetitos blancos que antes Rosaura le ponía los días de visita a la casa de los abuelos.
Pasaron dos meses más en medio de tanta imaginación incontada, tanta incomprensión infantil, tanta incomprensión de sus padres y de aquellos niños y grandes, primos y tíos que no la visitaban, que no iban a jugar con ella, porque total no podía jugar, ni correr, ni esconderse….
Durante todo ese tiempo, su juego era pasar de a una las páginas de Lilita y su plantita, Coquita, Pulgarcito, y otros personajes de cartón.
Hasta que el día llegó en que la sacaron de noche de su casa, y tomaron el Expreso Buenos Aires hasta Constitución. Esta vez, vió el cielo azularse a través de la humedad de las ventanillas y entre las copas de los árboles que corrían al costado del camino. En la Plaza tomaron el 12 (no había “plata para un taxi”, fue lo que escuchó decir a su padre mientras la niña era cargada en los brazos de Rosaura), que los transportó por las calles de la Capital hasta aquel edificio de pesadillas donde otros niños, como ella, eran llevados a endurecerles las piernas y a torturarles la cola o extraerles con dolor el líquido rojo de sus dedos y brazos.
Entraron por aquel pasillo donde desfilaban madres mostrando sus hijos con deformidades en la cabeza, los ojos, las manos ausentes, las piernas más delgadas y más cortas que el cuerpo, y otras atrocidades que Laura observaba asustada y preguntándose si sus piernas también serían deformes bajo aquellas botas blancas. Sin ninguna explicación, la acostaron boca abajo en la camilla, y sin tiempo para cambiar el motivo de sus lágrimas, sintió el frío metal que le mordía las piernas y el grueso vendaje crujiendo al paso de las tijeras gigantes que después vería apoyadas sobre la mesa. Terminada la maniobra, su madre le puso los soquetitos y las guillerminas blancas y la paró sobre el piso, sobre lo que a la niña le costó reconocer como propios: sus pies y piernas entalcados a pesar de que tanto tiempo hacía que no se los lavaba.
Y se fueron…, ahora los tres caminado de vuelta al mundo del azul brillante roto por los sueños de su único mundo agradable, diferente de aquel de las camas alineadas con las ventanas altas y las nubes inalcanzables.    



ISBN 950-03-011.5

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