martes, 28 de diciembre de 2010

domingo, 26 de diciembre de 2010

El Equipaje Invisible




Hace 2 años, en 2007, al fallecer mi madre, Rosaria Greco, siciliana de Siracusa, revisando mi casa paterna, encontré bien guardada en un placard una pequeña valija de cartón marrón, que enseguida reconocí como la que mi padre, Angiolo Tista Martorella, nacido tardíamente el 2 de Julio de 1925 en Poggio en el Comune di Marciana, tantas veces me contara que había sido su única posesión al emigrar a Argentina en 1949.






Y digo que se demoró en nacer porque, o mi nonno Aristide (quien hasta trabajara en Etiopía durante el mandato del Ducce) se anticipó a reconocerlo profetizando otro vástago varón; o el dueño del bar encargado de los registros del pueblo no tenía un calendario actualizado, y por eso se halla inscripto el 1º de julio el nacimiento de mi padre.



Y fue tan solo con esa pequeña valija de cartón marrón, forrada en su interior con papel estampado en verde y blanco, que dejó su Isla d’Elba mi padre, para dirigirse al continente italiano, Piombino, y desde allí en tren hasta Génova donde se embarcara en la nave hacia América.
Fue esa valija marrón la que portara sus escasas pertenencias personales en aquel barco que, habiendo partido el 6 de diciembre de 1949, tardara 24 días en surcar el océano Atlántico pasando por el mítico Gibraltar e Islas Canarias y su afamado Puerto de Tenerife.
Hoy, la misma valija yace en el desván de mi propia casa marplatense guardando los recuerdos invisibles de la juventud de mi padre y sus despedidas, uno de los verdaderos tesoros heredados del que no puedo desprenderme.



Al abrir después de tanto tiempo aquella valija vacía, brotaron lágrimas de emoción y melancolía en mis ojos, al imaginar la incertidumbre y la esperanza combinados que la misma había transportado en las manos encallecidas de scalpellino (picapedrero) de mi padre; manos que seguramente temblarían al subir al traghetto (piróscafo) tras el abrazo de despedida de sus padres, dejando atrás los sonoros campaniles pueblerinos.
Imagino a mi padre con su traje dominguero oscuro, la camisa blanca y de corbata, contemplando, por la ventanilla del compartimento del tren, la campiña italiana bordeando la costa tirrena; campiña apenas recuperándose de la devastación de la salvaje Segunda Guerra Mundial; la misma campiña que creía ver por primera y última vez.






Sólo ahora, en mi madurez, alcanzo a comprender los motivos de sus temores a regresar a su isla natal, cuando mi padre decía: “para qué volver si después me tengo que despedir otra vez?!”. ¡Cuánto sufrimiento provoca el desarraigo después de tanto miedo a morir en un instante por el peso de una bomba arrojada por enemigos que al final de la guerra, paradójicamente, aparecieron como aliados salvadores!







Claro que aquella valija alcanzaba para llevar lo necesario para huir del hambre y otras tantas miserias, con la retina impregnada de las bellas montañas de la Isla d’Elba bañadas por el Tirreno en el Archipiélago Toscano; las montañas donde en su infancia y juventud llevara a pastorear las cabras de la familia que los alimentaran con sus quesos y ricotas; montañas excavadas para extraerle su hierro transformado en material bélico por los nazis y en cuyas minas mi padre trabajara de noche como reemplazo de mi nonno Aristide, después de recorrer sus caminos de cornisa y pianuras en bicicleta; las minas en las que mi padre, venciendo su propio sueño, debía evitar que se inundaran de agua activando oportunamente un motor de desagote.






¿Cuántas veces, en aquel viaje de huída del espanto, se habrán empañado los ojos de mi padre, y su retina habrá guardado imágenes borrosas de aquel panorama toscano que se deslizaba ante él al paso del tren?! ¿Cuántas veces habrá blasfemado mi padre en aquel viaje cada vez que el barco se balanceaba por la brutal fuerza de las olas durante las tormentas?! ¡Cuántas veces ví a mi padre desesperarse por el viento huracanado, en mi infancia y mi juventud, porque creía que provocaría la voladura del techo de nuestra casa!







Hoy sé que seguramente aquel viento semejaría el rumor de los aviones bombarderos enemigos sobrevolando su pueblo, San Piero, durante los apagones programados para hacerse invisibles en la oscuridad de la noche.
Hoy sé que seguramente aquel viento re-evocaría el rugir de las olas que cruzaban de babor a estribor y agitaban la nave cuya cubierta, a sus 24 años, mi padre recorría con otro joven desafiando la fuerza furiosa del mar.
Así crecí yo con los relatos de la calma de la vida isleña alternando con los fantasmas de la guerra atroz que mi padre me enseñó a detestar. Una guerra de tessere (cuotas alimentarias) de 100 gramos de pan por persona, de escaso aceite, y la escasez de otros productos indispensables para sobrevivir.





Y así llegó, en el último tramo de su travesía, la valija de cartón marrón a Montevideo donde, cual postino (cartero), mi padre entregara cartas sin sellos a una familia de compatriotas emigrados con anterioridad.
Finalmente, el 30 de diciembre, llegó mi padre con su valija al puerto de Buenos Aires, con 5 liras en el bolsillo y un abrazo preparado para su tío Tista (Giovanni Battista Martorella) que había emigrado de la isla en 1913 con su esposa Vittoria y sus 3 primeros hijos, entre ellos Lida quien fuera mi amada y admirada madrina de bautismo.




Ocho meses vivió mi padre en casa de su tío Tista en la Boca, agradecido hasta el último día de su vida por la comida y las atenciones prodigadas por su prima Lida quien, a pesar de ser madre de 3 hijos, lo asistía en la higiene de su ropa y su habitación.
Ocho meses trabajó mi padre en la fábrica textil Alpargatas, el puesto que su tío Tista le había conseguido; trabajo con el que pudo ahorrar lo suficiente para alquilar una casa en Avellaneda para mi nonno Aristide y mi nonna María (Filomena Montauti, descendiente de la Contea di Montauto, cercano a Arezzo); ahorros que alcanzaron, además, para un traje nuevo para mi tío Benito, el menor de los hermanos de mi padre.






Ocho meses trabajó mi padre en la Alpargatas hasta que llegaron sus padres y su hermano a la Argentina, y entonces decidiera cambiar nuevamente a su oficio de scalpellino (picapedrero) laborando en marmolerías importantes como la Campolonghi en Buenos Aires; para luego probar suerte en las canteras de Mar del Plata en 1952, justo el año en que mi madre, quien residía en esta ciudad, se mudara con su familia paterna a Avellaneda, donde finalmente, el 16 de julio de 1955, se conocieran gracias a las largas colas en las panaderías para comprar el pan que también en Argentina escaseaba por entonces.

Pero no se encontraron ellos en la panadería, sino que lo hicieron la cuñada de mi padre, Mirella, y una prima de mi madre, Carmelina: celestinas incorregibles que signaron el destino de estos dos jóvenes isleños del Tirreno, por entonces ambos inmigrantes habitantes de Avellaneda.
Un año y medio después, estos dos isleños celebraron su matrimonio en la iglesia San Juan Evangelista de la Boca, el 1º de diciembre de 1956, y se radicaron en una humilde pero pulcra vivienda en Florencio Varela, vivienda que mi padre fue construyendo a lo largo de su vida embelleciéndola con los dones naturales de los mármoles y el granito con los que desarrollaba su oficio, rememorando la fortaleza de las construcciones de su tierra y hasta sus tradiciones como los pesebres navideños…


También mi tío Benito se casó en estas tierras americanas, pero “por poder”, con Mirella Galli, con quien, junto a sus dos hijos argentinos, Cristina y Claudio, regresara a la Isla d’Elba en marzo de 1963, meses antes del fallecimiento inesperado de mi nonno Aristide, el 4 de octubre, deceso que decidió a mi dulce nonna María a regresar ella también a Italia donde la esperaban sus otros 5 hijos: Tista, Umbertino, Pasqualino, Gina y Benito, sumados a sus otros 10 nietos.
Por esta razón, mi padre, quien no se animó a seguir la estela marina que Benito y su madre dejaran tras de sí, se quedó en Argentina como único representante de su familia, conmigo, su única hija, como su simiente, como el puente que él me enseñara a establecer a través de la pluma y el tintero: la palabra, primero en los “saluti e baci” en cartas que tardaban meses en llegar a su destino itálico; ahora en los relatos de tantas historias conmovedoras de los que se atrevieron a enfrentar la adversidad y nos legaron su modo optimista y su cultura del esfuerzo.


Sólo una vez se animó mi padre a regresar a su Isla en 1991, la isla del exilio de Napoleón, para redescubrirla pujante y llena de alegría, con escasos viñedos cultivados, favorecida por el turismo internacional, fascinado por sus bellezas naturales; para descubrir el paso del tiempo en sus hermanos, sus sobrinos y sus coetaños; para descubrir que aún permanecía vivo en el recuerdo de quienes lo seguían extrañando, amando…

ELBA: VIAGGIO AL PAESE DEL MIO BABBO

Mi Papá siempre decía que cuando fuera grande iba a saber valorar todo aquello que él me enseñaba, y yo en mi niñez y juventud subestimaba hasta esta profecía que con el correr de los años se fue cumpliendo inexorablemente. Entre las profecías cumplidas la de la Isla d'Elba (la tierra donde él nació) fue una de las primeras: "Si alguna vez vas all'Elba vas a ver que es el lugar más lindo de la Tierra, pensar que cuando uno crece y vive ahí no se da cuenta". Y así a mis 22 años comprobé la veracidad de sus dichos, y me enamoré....de la Isla d'Elba.





No sólo porque ahí vivía mi familia directa: mis tíos Umbertino, Pasqualino y Benito Martorella, tío Lido Spinetti y mi tía Gina, mis tías Pinas, Franca y Mirella, y ocho de mis 10 primos y sus familias, sino porque el italiano suena más lindo "campese" con esas ocurrencias pueblerinas para pintar una situación o a un personaje sin faltas de respeto. Ya encontrarme con mi primo Piero, escondido entre la gente en el aeropuerto de Milano después de haber saludado a otra viajera con la que me confundió porque creía que yo era alta como toda la familia, fue una sensación que aún no logro describir con palabras: ¿qué hace que uno reconozca al Otro como si siempre lo hubiera conocido, si bien nunca dejó de nombrarlo mi papá como el sobrino más chico que había dejado en la Isla en 1949?




Y después de tantos años de no hablarlo, por elección propia para que no se burlaran en la escuela, me encuentro hablando el italiano con ellos como si hubiera nacido allí y no sólo hubiera aprendido algunos vocablos con mis nonnos Aristide y María y mi papá y mi tío Benito. Ni que hablar del reencuentro (después que se volvieran a Italia en 1963) con tío Benito y Claudio en Génova, lugar del trasbordo de familia: Piero me dejó allí con ellos después de haber permanecido 3 días en la Svizzera en Grono donde también residen mi primo Mario y su familia.



Y así con Claudio de 18 años, argentino nativo e italiano por adopción desde los 3 años de vida, empezó el viaje bordeando el Tirreno invernal hacia la maravillosa Isla. Con ellos podía hablar argentino y descubrí el "compartimento" de los trenes europeos. Y como era invierno, el mar estaba embravecido cuando subimos al aliscafo en Piombino, y no dejó de balancearse toda la hora que duró el viaje hasta atracar en la bellísima península Portoferraio, capital de la isla. Allí habían dejado el auto estacionado para, recorriendo aquellos caminos que yacían en la impronta de mi memoria a partir de los relatos paternos de sus andanzas en bicicleta, llevarme, un poco en camino de cornisa y un poco en el llano, mientras se encendían como lentejuelas en las laderas los pueblitos, al encuentro de toda la familia Martorella!



Primera escala en Marina di Campo en Via Roma para conocer a mi prima María Rosa, la mentora de aquella travesía, y su marido, cantor familiar "della bella voce" Domenico Canata y sus dos hijos. Pero faltaba aún la emoción más fuerte e inimaginable!: abrir la puerta de la casa de tío Benito en San Piero, arriba en la montaña, pueblo cercano al Monte Perone. Allí se convocaba toda la familia, besos y abrazos entre gritos y preguntas, hasta que una voz me arrancó todas la lágrimas guardadas desde hacía tantos años: mi tía Gina hablaba igual y tenía la misma mirada que mi nonna María a la que no llegué a reencontrar después que zarpara del puerto de Buenos Aires en diciembre de 1963 hacia su isla de la que partiera definitivamente cuando yo recién tenía 17 años. Cuando lograron consolarme, empezó el gran desafío del "mangiare", comenzaron las infaltables rivalidades familiares por almuerzos y cenas, y visitas a los diferentes lugares y paisajes de la Isla, y ni que hablar de la lista que me había encargado mi papá!: todos los lugares a los que él había llegado con las cabras arriba en la montaña o con su bicicleta en su juventud y cuando trabajaba en las minas de hierro de Portoferraio durante la Guerra.









A la Grottaccia le sacamos foto de lejos con mi tío Umbertino porque estaba toda embarrada la hondonada del camino para llegar y había un tractor varado que obstaculizaba el paso. Con mi prima Adriana nos unió desde el principio un afecto fraternal, quizás por tener la misma edad. Descubrí cuan importante es la comunicación: mi italiano no era tan completo y a veces la memoria me engañaba y como a buen argentino las palabras castellanas las italianizamos con naturalidad, así que inventé una nueva especie animal: la "becca" que sería la hembra del becco, que en italiano vero sería la "capra"; y que lío se armó cuando mi mamá les mandó una postal de Mar del Plata con el "Casino" nocturno todo iluminado!! Mi tío Umbertino me miró serio pero no dijo nada; con reserva mi primo Luigi se animó a preguntar varios días después que yo les mostrara orgullosa la postal a toda la familia y habitantes del pueblo, y ahí suspiró de alivio: "Ah! Casinó!", y me explicó que en Italia un "casino" era un lugar non santo.





Y hablando de casino, me viene a la memoria el día que fui con mis primos más chicos, Claudio y Walter, a jugar a la tómbola al Club "Luigi Martorella" (en honor al primo hermano de mi papá que fue derribado en su avión durante la 2º guerra) donde Walter me miraba el cartón para controlar que marcara bien los números, y al final nos ganamos un panettone y un espumante que nos tocó una gota a cada uno de todos los que estábamos en esa mesa.







También tuve la suerte de conocer a dos tías abuelas: la tía María Martorella de 91 años que aún esperaba a que su único hijo Luigi volviera de la guerra, y a quien mis tías le llevaban la comida todos los días debido a su deterioro mental; y la tía Filomena María Montauti (hermana de mi nonna María Filomena) sentada a un lado del hogar encendido y al otro su marido, el tío Andrea, como los abuelos de los relojes cucú. Nada más gracioso que las tías rezongando porque los chicos del pueblo les habían llevado sus macetas hasta Facciatoia (el mirador) y tenían que ir a buscarlas hasta allá a la hora del crepúsculo, y verlas regresar con las macetas en los brazos mientras "brontolaban" algunas "parolaccias"! Me encantó la costumbre.







En esa mi primera visita a la Isla d'Elba, conocí varios de sus pueblos: Poggio, un pueblo alto en la montaña, el único con dos iglesias, y con escalones de piedra en lugar de calles, donde naciera mi papá en 1925 antes de mudarse a San Piero; Capoliveri, origen de nuestro apellido en la isla; Porto Azzurro (antes Porto Lungone) con sus restaurantes flotantes y la colina a sus espaldas; Procchio donde Michele, el esposo de Adriana, tenía su "autofficina"; Sant'Ilario, hermano casi gemelo de San Piero al otro lado del puente camino al Monte Perone; Cavoli; Fetobaia; San Giovanni y la Torre desde donde se aprecia la panorámica de todo el Golfo di Marina di Campo hasta el Perone detrás; l'Enfola; Lacona; La Foce desde donde se aprecia Marina di Campo nocturna reflejada en el espejo del golfo; y Secchetto. Y como me quedaban pendientes el Monte Capanne y los pueblos del otro lado de la Isla, 14 años después regresé con mi marido y mi madrina. Pero eso será para otro capítulo de la bitácora de viajes.


Ahora, volviendo a mi primer contacto, le llegó el turno al final: la Última Cena en casa de tío Umbertino. Como invitada de honor me dieron a elegir el menú, así que mis últimos deseos fueron "funghí" caseros "sott'olio" y dátiles!!! A la mañana siguiente la despedida fue parcial porque con mi prima María Rosa partimos en la nave hasta Piombino y desde allí en tren hasta Roma donde pasé 3 días conociendo algunos lugares impostergables: el Coliseo, el Foro Romano, el Altar de la Patria, el Vaticano, Vía Veneto y la Nomentana; el Eur; el Tiber y Castel Gandolfo, aunque ninguno se comparaba con la belleza de la que desde entonces es "mi Isola d'Elba"!