domingo, 26 de diciembre de 2010

El Equipaje Invisible




Hace 2 años, en 2007, al fallecer mi madre, Rosaria Greco, siciliana de Siracusa, revisando mi casa paterna, encontré bien guardada en un placard una pequeña valija de cartón marrón, que enseguida reconocí como la que mi padre, Angiolo Tista Martorella, nacido tardíamente el 2 de Julio de 1925 en Poggio en el Comune di Marciana, tantas veces me contara que había sido su única posesión al emigrar a Argentina en 1949.






Y digo que se demoró en nacer porque, o mi nonno Aristide (quien hasta trabajara en Etiopía durante el mandato del Ducce) se anticipó a reconocerlo profetizando otro vástago varón; o el dueño del bar encargado de los registros del pueblo no tenía un calendario actualizado, y por eso se halla inscripto el 1º de julio el nacimiento de mi padre.



Y fue tan solo con esa pequeña valija de cartón marrón, forrada en su interior con papel estampado en verde y blanco, que dejó su Isla d’Elba mi padre, para dirigirse al continente italiano, Piombino, y desde allí en tren hasta Génova donde se embarcara en la nave hacia América.
Fue esa valija marrón la que portara sus escasas pertenencias personales en aquel barco que, habiendo partido el 6 de diciembre de 1949, tardara 24 días en surcar el océano Atlántico pasando por el mítico Gibraltar e Islas Canarias y su afamado Puerto de Tenerife.
Hoy, la misma valija yace en el desván de mi propia casa marplatense guardando los recuerdos invisibles de la juventud de mi padre y sus despedidas, uno de los verdaderos tesoros heredados del que no puedo desprenderme.



Al abrir después de tanto tiempo aquella valija vacía, brotaron lágrimas de emoción y melancolía en mis ojos, al imaginar la incertidumbre y la esperanza combinados que la misma había transportado en las manos encallecidas de scalpellino (picapedrero) de mi padre; manos que seguramente temblarían al subir al traghetto (piróscafo) tras el abrazo de despedida de sus padres, dejando atrás los sonoros campaniles pueblerinos.
Imagino a mi padre con su traje dominguero oscuro, la camisa blanca y de corbata, contemplando, por la ventanilla del compartimento del tren, la campiña italiana bordeando la costa tirrena; campiña apenas recuperándose de la devastación de la salvaje Segunda Guerra Mundial; la misma campiña que creía ver por primera y última vez.






Sólo ahora, en mi madurez, alcanzo a comprender los motivos de sus temores a regresar a su isla natal, cuando mi padre decía: “para qué volver si después me tengo que despedir otra vez?!”. ¡Cuánto sufrimiento provoca el desarraigo después de tanto miedo a morir en un instante por el peso de una bomba arrojada por enemigos que al final de la guerra, paradójicamente, aparecieron como aliados salvadores!







Claro que aquella valija alcanzaba para llevar lo necesario para huir del hambre y otras tantas miserias, con la retina impregnada de las bellas montañas de la Isla d’Elba bañadas por el Tirreno en el Archipiélago Toscano; las montañas donde en su infancia y juventud llevara a pastorear las cabras de la familia que los alimentaran con sus quesos y ricotas; montañas excavadas para extraerle su hierro transformado en material bélico por los nazis y en cuyas minas mi padre trabajara de noche como reemplazo de mi nonno Aristide, después de recorrer sus caminos de cornisa y pianuras en bicicleta; las minas en las que mi padre, venciendo su propio sueño, debía evitar que se inundaran de agua activando oportunamente un motor de desagote.






¿Cuántas veces, en aquel viaje de huída del espanto, se habrán empañado los ojos de mi padre, y su retina habrá guardado imágenes borrosas de aquel panorama toscano que se deslizaba ante él al paso del tren?! ¿Cuántas veces habrá blasfemado mi padre en aquel viaje cada vez que el barco se balanceaba por la brutal fuerza de las olas durante las tormentas?! ¡Cuántas veces ví a mi padre desesperarse por el viento huracanado, en mi infancia y mi juventud, porque creía que provocaría la voladura del techo de nuestra casa!







Hoy sé que seguramente aquel viento semejaría el rumor de los aviones bombarderos enemigos sobrevolando su pueblo, San Piero, durante los apagones programados para hacerse invisibles en la oscuridad de la noche.
Hoy sé que seguramente aquel viento re-evocaría el rugir de las olas que cruzaban de babor a estribor y agitaban la nave cuya cubierta, a sus 24 años, mi padre recorría con otro joven desafiando la fuerza furiosa del mar.
Así crecí yo con los relatos de la calma de la vida isleña alternando con los fantasmas de la guerra atroz que mi padre me enseñó a detestar. Una guerra de tessere (cuotas alimentarias) de 100 gramos de pan por persona, de escaso aceite, y la escasez de otros productos indispensables para sobrevivir.





Y así llegó, en el último tramo de su travesía, la valija de cartón marrón a Montevideo donde, cual postino (cartero), mi padre entregara cartas sin sellos a una familia de compatriotas emigrados con anterioridad.
Finalmente, el 30 de diciembre, llegó mi padre con su valija al puerto de Buenos Aires, con 5 liras en el bolsillo y un abrazo preparado para su tío Tista (Giovanni Battista Martorella) que había emigrado de la isla en 1913 con su esposa Vittoria y sus 3 primeros hijos, entre ellos Lida quien fuera mi amada y admirada madrina de bautismo.




Ocho meses vivió mi padre en casa de su tío Tista en la Boca, agradecido hasta el último día de su vida por la comida y las atenciones prodigadas por su prima Lida quien, a pesar de ser madre de 3 hijos, lo asistía en la higiene de su ropa y su habitación.
Ocho meses trabajó mi padre en la fábrica textil Alpargatas, el puesto que su tío Tista le había conseguido; trabajo con el que pudo ahorrar lo suficiente para alquilar una casa en Avellaneda para mi nonno Aristide y mi nonna María (Filomena Montauti, descendiente de la Contea di Montauto, cercano a Arezzo); ahorros que alcanzaron, además, para un traje nuevo para mi tío Benito, el menor de los hermanos de mi padre.






Ocho meses trabajó mi padre en la Alpargatas hasta que llegaron sus padres y su hermano a la Argentina, y entonces decidiera cambiar nuevamente a su oficio de scalpellino (picapedrero) laborando en marmolerías importantes como la Campolonghi en Buenos Aires; para luego probar suerte en las canteras de Mar del Plata en 1952, justo el año en que mi madre, quien residía en esta ciudad, se mudara con su familia paterna a Avellaneda, donde finalmente, el 16 de julio de 1955, se conocieran gracias a las largas colas en las panaderías para comprar el pan que también en Argentina escaseaba por entonces.

Pero no se encontraron ellos en la panadería, sino que lo hicieron la cuñada de mi padre, Mirella, y una prima de mi madre, Carmelina: celestinas incorregibles que signaron el destino de estos dos jóvenes isleños del Tirreno, por entonces ambos inmigrantes habitantes de Avellaneda.
Un año y medio después, estos dos isleños celebraron su matrimonio en la iglesia San Juan Evangelista de la Boca, el 1º de diciembre de 1956, y se radicaron en una humilde pero pulcra vivienda en Florencio Varela, vivienda que mi padre fue construyendo a lo largo de su vida embelleciéndola con los dones naturales de los mármoles y el granito con los que desarrollaba su oficio, rememorando la fortaleza de las construcciones de su tierra y hasta sus tradiciones como los pesebres navideños…


También mi tío Benito se casó en estas tierras americanas, pero “por poder”, con Mirella Galli, con quien, junto a sus dos hijos argentinos, Cristina y Claudio, regresara a la Isla d’Elba en marzo de 1963, meses antes del fallecimiento inesperado de mi nonno Aristide, el 4 de octubre, deceso que decidió a mi dulce nonna María a regresar ella también a Italia donde la esperaban sus otros 5 hijos: Tista, Umbertino, Pasqualino, Gina y Benito, sumados a sus otros 10 nietos.
Por esta razón, mi padre, quien no se animó a seguir la estela marina que Benito y su madre dejaran tras de sí, se quedó en Argentina como único representante de su familia, conmigo, su única hija, como su simiente, como el puente que él me enseñara a establecer a través de la pluma y el tintero: la palabra, primero en los “saluti e baci” en cartas que tardaban meses en llegar a su destino itálico; ahora en los relatos de tantas historias conmovedoras de los que se atrevieron a enfrentar la adversidad y nos legaron su modo optimista y su cultura del esfuerzo.


Sólo una vez se animó mi padre a regresar a su Isla en 1991, la isla del exilio de Napoleón, para redescubrirla pujante y llena de alegría, con escasos viñedos cultivados, favorecida por el turismo internacional, fascinado por sus bellezas naturales; para descubrir el paso del tiempo en sus hermanos, sus sobrinos y sus coetaños; para descubrir que aún permanecía vivo en el recuerdo de quienes lo seguían extrañando, amando…

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