Hoy, 23 de Noviembre, se celebra un año más el Día de la Palabra como Vínculo de la Humanidad, coincidiendo con la fecha en la que se inauguró el Museo de la Palabra, y a propuesta de numerosos países e Instituciones.
Desde la Fundación César Egido Serrano me han nombrado Embajador de la Palabra, y en su nombre vengo a compartir un trabajo de mi autoría "El Valor Simbólico de la Palabra". (Publicado en 14º Congreso Virtual de Psiquiatria.com. Interpsiquis 2013 www.interpsiquis.com - Febrero 2013 Psiquiatria.com)
Autor: Ana María Martorella
RESUMEN:
Filogenéticamente, las neurociencias demuestran que nos diferenciamos de otras especies animales, aún de los primates más evolucionados, por la telencefalización del cerebro, especialmente nuestro lóbulo frontal izquierdo donde se ubica la función del habla como forma de expresión verbal codificada. La palabra concreta se torna subjetiva, porque la misma palabra evoca en cada uno de nosotros sentimientos y emociones diversos. Entonces, el presente ensayo, intenta reflexionar sobre el valor de la palabra que no sólo se pronuncia y se escribe, sino que además es uno de los pilares de la primera gran obra psicoanalítica, “La interpretación de los sueños”, que proporciona las vías de acceso centrales a la escritura de la “otra escena”. Se la estudia a partir de uno de los primeros seminarios de Lacan donde se refiere a la lectura, a la relectura de la letra de Freud en el “Seminario sobre la carta robada”. También se analiza la transformación de la modalidad lógi ca en modalidad verbal y vulgar en el sentido común de Occidente; a la vez que la lengua representa la filiación y la judicialidad del culto a los antepasados; y que el juego infantil tiene la cualidad del lenguaje. Se puede concluir que la interpretación utiliza como recurso la palabra: la palabra escuchada y la palabra respondida; palabras que no logran desprenderse totalmente de lo subjetivo, de las emociones y de las valoraciones personales de los dos participantes intercambiables y causales de este proceso: el que enuncia y el que escucha o lee.
INTRODUCCIÓN
Filogenéticamente, las neurociencias han demostrado que nos diferenciamos de otras especies animales, aún de los primates más evolucionados, por la telencefalización de nuestro cerebro, con especial importancia de nuestro lóbulo frontal izquierdo donde se ubica la función del habla como forma de expresión verbal codificada. En este área nerviosa pensamos todo lo que existe a partir del fonema con el que identificamos tanto lo concreto como lo abstracto, lo tangible y las emociones, lo visible y lo etérico. Allí el pensamiento, a gran velocidad de impulsos eléctricos, comunicando neuronas a través de su cableado, procesa y transforma todo aquello que percibimos en nuestro mundo interno y externo, y lo nombra.
Así surge la PALABRA.
La palabra que nos une y nos reúne, la que acaricia, consuela, canta y enamora; como así también aquella que grita y la que declara el estallido de las guerras. De este modo, la palabra circula desde los oídos a los lóbulos temporales, pero también lo hace desde la retina hasta nuestros occipitales que diferencian los colores del cielo, los campos y los óleos del arte, y busca desesperadamente su asociación con los aromas, los sonidos, las texturas, los sabores, la memoria. Cada vez que pronunciamos una palabra debemos recurrir a la evocación de experiencias recientes o lejanas; memorias gratas o rechazadas; y, como en el caso de los poetas, muchas veces surgen de emociones inconscientes, de recuerdos bien almacenados que, incontrolados, se convierten en intrusos de nuestra cotidianeidad y de nuestros sueños. Así, lo absurdo de lo onírico, relatado en palabras, comienza a cobrar significado, al asociar sus personajes y lugares, con semejanzas con aquello concientemente conocido. Por cierto, la palabra concreta se torna subjetiva, porque la misma palabra evoca en cada uno de nosotros sentimientos y emociones diversos; el mismo personaje puede ser amado por unos y despreciado por otros; la misma situación narrada en un cuento puede despertar indiferencia o angustia, muchas veces inexplicables, según las previas experiencias de cada individuo. Aveces, la palabra, hecha canción, persevera mientras viajamos y contemplamos el afuera, como ausentes, por una ventanilla; caminamos al ritmo acompasado de sus melodías; o nos acompaña, musicalmente o en forma de noticia huracanada de alguna calamidad traumática, desde el mundo virtual de la radio o la pantalla. La misma lengua que se balbucea en labios de un bebé para reclamar los brazos de su madre o para saciar el hambre de sus intestinos, se va construyendo desde el monosílabo hasta las primeras conjugaciones en tercera persona con dislalias, provocando nuevas experiencias de placer o de frustración, según el tiempo de la espera de satisfacción del deseo, simbolizándose, inicialmente, en imágenes y acciones lúdicas para procesar la realidad real de lo vivido. Esto es, en definitiva, el origen conocido de la palabra, a la que, por cotidiana, usamos y abusamos tantas veces devaluada. Tanto nos costó, ontogénicamente, desarrollarla en forma oral!, que la llevamos de la piedra hasta la imprenta para recordarla, desde los jeroglíficos hasta los chips de los celulares que transmiten mensajes de texto abreviados. Las palabras se reiteran en sus significados en tantos idiomas existentes desde que la humanidad discutiera fervorosamente por la Torre de Babel; hoy, las palabras parecieran unificarse en vocablos anglosajones gracias a la torre de PC. Las palabras son señas en las manos y gestos guturales de aquellos que sólo conocen el silencio… Las palabras representan imágenes con simbología universal, tales como la Luna y el agua, para la Madre; mientras que deja al Sol el simbolismo del Rey Padre, desde que Papá Freud descifrara este enigma con el psicoanálisis. La palabra no sólo se pronuncia y se escribe, sino que además se escucha, se transmite, se aprende, se comprende, y se interpreta…. Al decir de Antoine Saint-Éxupery, las palabras se sacan la lengua unas a las otras…
Así, a través de la lectura de la escritura de varios autores, que se anticiparon en la reflexión de este tema, desde distintos marcos teóricos como el psicoanálisis (Freud, Lacan, Jung), y atravesando el juego infantil y la identidad, y algunas problemáticas tales como las conductas genocidas, la hipoacusia y el abuso sexual infantil, comienzo mi derrotero de palabras en este ensayo.
ANTECEDENTES ANALÍTICOS DE LA ESCRITURA Y LA LECTURA
Noé Jitrik escribe: “El hecho de que en las primeras instancias del aprendizaje, leer y escribir sean dos designaciones para un mismo acto, al parecer dos prácticas entrelazadas de manera inextricable – pues ya al trazado de los primeros signos con sentido (escritura) implica que se los comprenda (lectura) – no es garantía de que no se vaya produciendo en cada sujeto una ulterior y fatal separación entre los términos…”. Continúa diciendo Guillermo Koop: “Junto a lo anterior, otra perspectiva, la de la marca del nombre en la emergencia de un sujeto. Hay un registro de inscripción y un plazo para anotar el nombre. Hay nombres que no pueden inscribirse, otros deben inscribirse de acuerdo con cierta fonética, etc. El nombre arrastra luego a su portador como marca de su procedencia, se presta al equívoco de diferentes lecturas, será sustituido por un apodo…Los seudónimos abren también en la literatura una instancia referida a los nombres. De este modo también la lectura y la escritura están presentes en un sujeto desde su emergencia. “Leer y escribir se muestran como operaciones solidarias, no complementarias, y mutuamente retroactivas”. En un trabajo de interesantes consecuencias para lo que aquí nos importa puntualizar, Margit Frenk anota que en la Antigüedad Clásica y en la Edad Media la lectura era un espectáculo, puesto que era en voz alta. Los oyentes eran también espectadores del acontecimiento de la lectura. En este marco quien escribía lo hacía teniendo presente también que su escritura sería escuchada. Al mismo tiempo, abundaban los “relatores” de novelas que sin “leerlas” en un libro, las contaban de memoria. Leían de memoria, leían en su memoria. El texto también era así variable, se modificaba en las repeticiones. En algún momento esta lectura enmudece y “leer es ahora oír con los ojos: se oye pero ya no se oye”. La primera gran obra psicoanalítica, “La interpretación de los sueños”, proporciona las vías de acceso centrales a la escritura de la “otra escena”. Precisamente, la invención del psicoanálisis tiene en los tiempos posteriores a su aparición un fuerte efecto sobre la lectura y la escritura de la literatura. Surge así un género de fuerte acento psicoanalítico como lo es la psicobiografía. Hay entre los postfreudianos producciones de suma pertinencia sobre Shakespeare, la literatura romántica, los mitos griegos, etc. Se marca una época que se enlaza inmediatamente con otro momento en que desde Melanie Klein se proponen lecturas desde una perspectiva “simbólica”. Comienza una relación entre psicoanálisis y literatura que, evocando a Starobinski, podemos llamar “crítica relación”. En un momento del posfreudismo aparece la enseñanza de Lacan. Uno de sus primeros seminarios referidos a la lectura, a la relectura de la letra de Freud, es el “Seminario sobre la carta robada”, sobre el cuento homónimo de Edgard Allan Poe. Se produce allí la colisión explícita de la teorización edípica con su propuesta sobre el estatuto de la letra. Seguirán “La instancia de la letra en el Inconsciente o la razón desde Freud, Juventud de Gide o la letra y el deseo”, un año de seminario dedicado a la escritura de Joyce….Se citan sólo algunos de los recorridos que llevan en su título una mención expresa a la escritura. A partir de aquí, también la crítica comienza un viraje interrogativo acerca del estatuto escrito. Desistimos del intento de hacer una enumeración siquiera mínima de todos aquellos que promueven un movimiento que comienza a tomar en cuenta el factor escritural de modo particular. Baste la mención de nombres como Derrida, Barthes, Sollers, Blanchot, Foucault. Cada uno desde perspectivas singulares. Al traducir un texto de Heidegger, “Logos”, Lacan pretende señalar un modo de acceso textual que tendrá notas particulares. El de Heidegger es un trabajo centrado sobre la traducción, la interpretación escritural de un texto, la lectura de una transmisión. Aparecen entonces nuevamente preguntas acerca de cómo leer, qué es leer, qué idea de letra pone en juego esa lectura…
Se ha intentado hasta aquí poner en relación términos y nombres. Se han entrelazado así mirada y letra, lectura y nombre, marca y voz. Las mutuas remisiones son innumerables.
En este espacio quedan así convocadas las historias de la escritura. Las vertientes místicas de la lectura y la letra. Los mitos de origen de la escritura muchas veces literariamente bellos. La retórica en su posible relación con lo escrito. La perseverancia literal de la filología. Los autores en sus trazas. Al fin la lectura y la escritura.
La palabra refiere a un tiempo, pero el inconsciente es acronológico.
En su prólogo a una edición castellana de las dos “Alicias” de Carroll, Borges recuerda el capítulo segundo de otra obra, “Lógica simbólica”, en la que escribió que “el universo consta de esas cosas que pueden ordenarse por clases y que una de éstas es la clase de cosas imposibles. Dio como ejemplo la clase de las cosas que pesan más de una tonelada y que un niño es capaz de levantar” en sus juegos. Observación esencial para comprender a Carroll, desde luego; pero también para situar el núcleo decisivo de la problemática del tiempo. En el mismo prólogo, Borges recuerda algunos de los juegos temporales, siempre vecinos de la pesadilla: el que es condenado por un crimen que cometerá luego de la sentencia, el Sombrerero Loco, en cuya casa siempre son las cinco de la tarde. El tiempo invertido y el tiempo detenido, ¿no son ejemplos perfectos de la clase de las cosas imposibles? En el “Sueño de un curioso”, Baudelaire nos da un ejemplo inquietante: “Había muerto sin sorpresa y la terrible aurora/ me envolvía. -¡Y qué! ¿no es más que esto?/ El telón se había levantado y yo aún esperaba”. Como es sabido, Platón, en el Timeo, dijo que el tiempo era la “imagen móvil de la eternidad”. Ahora bien, si concebimos a la eternidad como inconcebible – y por lo tanto imposible - , el tiempo de la existencia, la temporalización del advenir, adviene como declinación y excedente, más y menos simultáneamente, de una eternidad vacía, simulacro y cifra de todas las imposibilidades. No llama imposible a lo que viola el principio de identidad sino a la ausencia radical, de derecho, de procedimientos para describir la construcción del cuerpo de una noción. Así lo imposible es atópico y ucrónico, y por lo mismo causa de especialización y temporalización. Ya en la definición de Aristóteles – el tiempo es la medida de movimiento según el antes y el después -, aparecen y contrastan los dos elementos constitutivos: la medida, en sí misma inmóvil o más precisamente reversible, y lo medido, irreversible, irracional como la continuidad del movimiento, de la génesis, del decaecimiento. El tiempo – o para ser rigurosos: la temporalidad que temporaliza la existencia -, también y decisivamente carece de referencia; mas es preciso inscribir tal carencia como corte en el flujo de la supuesta inmanencia temporal para que la verdadera irreversibilidad – el antes y el después que no pueden conmutar lugares -, manifieste su carácter último. La expresión griega tó exaiphnes sustantiva un adverbio que significa repentina, súbitamente, de improviso. Se la traduce habitualmente por “instante”, pero, más bien, es “lo instantáneo”; expresión que retiene el origen adverbial, esencial para aprehender su sentido. El adverbio instantáneo “súbitamente” – moralmente, ¿no son las modalidades adverbiales? -, modifica al verbo y a través de él a la frase y al discurso del que forma parte. En el Parámenides (156 d-e) Platón hace del instante el corte intemporal que permite que algo ocurra – un cambio -, de la movilidad a la inmovilidad o viceversa -, en el tiempo. Atópica naturaleza – dice -, que es un intervalo entre el movimiento y el reposo y que no está en tiempo alguno. Según la sugestiva expresión de Natorp es un diferencial, en el sentido matemático del vocablo: una diferencia infinitamente pequeña y no obstante localizable en las cantidades variables. Naturaleza paradójica: es no-ser y sin embargo no es idéntico a la nada; - ¿cómo puede un diferencial equivaler a la eternidad? – y, al fin la paradoja que reúne a todas: según Jean Wahl “quizá ese discontinuo sea pues, el símbolo de la continuidad”.
Hay en la obra de Proust un momento privilegiado del despertar. Comentándolo, dice George Poulet que ese instante inaugural refleja más bien, lo que ya no es antes que aquello que todavía no es. Es cierto; sin embargo, lo que ya no es, jamás fue. La búsqueda del tiempo perdido culmina en el tiempo recobrado; ambos no hacen, como es sabido, un círculo – entre lo perdido y lo recobrado hay un hiato irracional, un diferencial, algo que impide que los extremos se superpongan y se confundan entre sí. Y, cuestión muy importante, no hay que encadenar el tiempo a la nostalgia. Como bien lo captó Kierkegaard el tiempo de la reminiscencia, el tiempo de la nostalgia, es un tiempo monótono. Lo que Proust ha perdido sin haberlo tenido jamás, no es el “paraíso de los amores infantiles”, como reza la frase banal. Otro vocablo kierkegaardiano – “reduplicación o desdoblamiento” -, nos indica o sugiere una operación decisiva: un instante que repite. El instante, un devenir dentro del devenir, un instante vacío que desidealiza. El instante idealizado y que sólo puede ser pensado – es decir sufrido, ya que no es concebido, originado -, a través de violentas antítesis. Hemos perdido una plenitud indescriptible y que ni siquiera es plena para ganar algo que está fuera de quicio. Eso es el instante: el tiempo fuera de quicio. El tiempo del mito no posee otra estructura. Cada pasaje que inaugura el tránsito intransitivo de la coalescencia de siempre y nunca, es preparación para lo nuevo; hallazgo que coincide con lo que Heidegger llamó die Kebre: vuelta, giro, retorno; aunque desviado, quizá, del sentido que quiso asignarle. No es vuelta a lo más íntimo de la esencia, sino retorno en y de los simulacros que impone la ausencia de ser. Esta transformación de la modalidad lógica en modalidad verbal y vulgar – es, como se sabe, el sentido común de Occidente -, disimula que la imposibilidad reúne a la vez siempre y nunca – lo que siempre pasa está ya pasando, ha pasado, sin hacerse presencialmente presente -, y que la fórmula de la equiparación posible – “alguna vez”- , debe completarse con otro adverbio: “alguna vez repentinamente”. Aquello que surge, de repente, sobre fondo paradójico del siempre/nunca es lo que la tradición ha denominado con un término teológico: Ángel.
Bruscamente una vida puede salir de sus gozones; es allí que alguien llega a comprobar, reversiblemente, el fracaso de la reversibilidad. Un abismo mínimo e infinitamente dilatado traza el hiato entre el antes y el después. Allí donde cesa la coherencia pensable, allí la existencia naciente obtiene su victoria sobre lo universal abstracto.
FILIACIÓN Y JURIDICIDAD DE LA LENGUA
El culto de los antepasados.
André Malreaux cuenta que Jung, el psicoanalista, formó parte de una expedición a los indios de Nuevo México. Le preguntan cuál es el animal de su clan; les contesta que Suiza no tiene clanes ni tótems. Terminada la conversación, los indios salen del cuarto por una escala que bajan como nosotros bajamos las escaleras: de espalda a la escala. Jung baja, como nosotros, de cara a la escala. Cuando llega al suelo, el jefe indio señala sin hablar el oso de Berna bordado en la camisa de su visitante: el oso es el único animal que baja de cara al tronco y a la escala. El personaje de Malraux no sabía que sabía sobre su pertenencia al linaje totémico común de los suizos. Su realidad cotidiana, hasta el más banal de sus actos, bajar una escala, aparecía ordenada por una antecedencia discursiva. El olvido renegatorio de Jung garantizaba la eficacia no sintomática de dicha antecedencia.
Victor Tausk relata el caso de un hombre quien para casarse con su novia cristiana, siendo él judío, se convierte al cristianismo. La determinación a la conversión surgía de una supuesta convicción: su adhesión al judaísmo era puramente formal. Años después, pasaba unas vacaciones con su esposa e hijos en la casa de una familia de maestros, cuando la dueña de casa, desconociendo el origen judío de sus clientes, tuvo algunas manifestaciones agrias contra los judíos. Temeroso el hombre de verse obligado a dejar ese acogedor alojamiento en caso de que saliera a la luz su condición judía, pensó que la franqueza y la espontaneidad de sus hijos podían atentar contra su propósito de no revelar el origen judío de su familia. Quiso entonces alejarlos, enviándolos al jardín. “Vayan al jardín, Judíos (Juden) – dijo, para corregirse inmediatamente: hijos (Jugen)”. El hombre, anoticiado de su lapsus, terminó diciéndole a Tausk que él “debía aprender a no rechazar impunemente el culto de los antepasados cuando se es hijo y padre al mismo tiempo”.
El síntoma, en este caso un lapsus, dice de la inscripción conflictual de lo que hace al linaje, a aquello que nos antecede y que había en nosotros. El lapsus de este hombre debe ser considerado como un acto filiatorio, interior a la operación de dar nombre. Afilia a sus hijos nombrándolos como judíos, pero además, el lapsus lo afilia a él mismo, produce un nuevo sujeto. Hermoso ejemplo que atestigua del valor del acto que Lacan le otorgaba a los llamados actos fallidos: “Nuestros actos fallidos son actos que triunfan, nuestras palabras que tropiezan son palabras que confiesan”.
La lengua, Institución filiatoria.
En un artículo de posguerra (1959) titulado “El milagro hueco”, George Steiner enuncia una hipótesis fuerte y particularmente antipática para los alemanes embarcados en un renacimiento milagroso posterior a la devastación con que finalizó la llamada Segunda Guerra Mundial. Atendiendo a las relaciones entre el lenguaje y la inhumanidad, enuncia la muerte del idioma alemán. Señala los gérmenes de la disolución: “en vez de estilo hay retórica”; “en vez de uso común y preciso, jerga”; “extranjerismo y radicales foráneos dejan de enriquecer el flujo sanguíneo de la lengua indígena”; “el lenguaje deja de configurar el pensamiento para proceder a embrutecerlo”; etc.. Afirmando que el idioma alemán no fue inocente de los horrores del nazismo, Steiner despliega una idea que va más allá de considerar aquello que los alemanes le hicieron a la lengua alemana: ubica en el idioma alemán mismo exactamente lo que se necesitaba para articular el salvajismo nazi.
El planteo parece ser que el nazismo se apropió del núcleo duro, inhumano, de la lengua alemana, y extremando, que la barbarie nazi no hubiera podido surgir sino en lengua alemana. Interesante y discutible afirmación que tiene la virtud de acercarnos a la idea de la lengua como institución filiatoria. Hitler y Goethe, ambos hijos de la lengua alemana en sentido fuerte; cada uno de ellos apropiándose, a su manera, de la herencia dispar que la lengua porta.
Steiner destaca por otro lado la prevalencia en la lengua nazi de la terminología administrativa y científica propias del laboratorio. El eufemismo se convirtió en la figura retórica por excelencia. Sabandijas, piojos, cucarachas, pasaron a nombrar a los judíos; solución final al exterminio de millones de seres humanos. El eufemismo - del griego euphemismós aplicado al que habla bien – es considerado habitualmente una figura retórica destinada a sustituir una expresión considerada demasiado violenta, grosera o malsonante. El acento está puesto en velar, ocultar, algo que no se podría decir de manera directa, descarnada.
Distintos intelectuales han escrito sobre estas creaciones linguajeras de los nazis. Se puede considerar que la verdadera función del eufemismo no es – o no es sólo – trabajar sobre una expresión que se debe ocultar por descarnada, sino que consiste en advenir al lugar de donde fueron erradicadas las marcas jurídicas que la lengua vehiculiza, marcas que nombran de distinta manera lo subjetivo. En este sentido, el discurso científico, biologicista y administrativo practicado por el nazismo fue eufemístico.
En nuestro país - Argentina - el discurso biologicista fue llamado a escena durante la última dictadura militar. El llamado eufemísticamente proceso tomó de la biología las metáforas más adecuadas a los fines de desinstitucionalizar la subjetividad del considerado enemigo. El oponente ya no era un transgresor, digno de castigo – como lo planteaba Kant – sino un virus, un microbio enquistado en el cuerpo social, que se debía extirpar, suprimir.
Pasado el proceso, nuestra democracia transforma el discurso biologicista en discurso economicista gestionario. Ya no se tratará de extirpar por medio del bisturí de las armas, el cáncer subversivo que hace peligrar el cuerpo social, sino que será ahora el mercado el que según los parámetros de eficiencia y rendimiento dejará en el camino a los que no puedan adaptarse a los cambios indispensables propios de la globalización. Un discurso sucesor del otro.
En ambos el rechazo de las marcas institucionalizadotas de lo jurídico. Lo jurídico se vuelve sólo instrumento necesario a los fines de volver eficiente la economía: la corrupción debe extirparse fundamentalmente por razones de economía ya que implica una suba de costos que hace al modelo eficiente.
El eufemismo, entonces, motoriza la suspensión de la función filiatoria de la lengua. Son precisamente las marcas jurídicas de la lengua las que sostienen el lazo del sujeto a la Ley, produciendo el campo de la responsabilidad. Es en estos términos que, creemos, debe entenderse la afirmación de Steiner sobre la muerte del idioma alemán.
No nos parece ajeno a la práctica del psicoanálisis – sino todo lo contrario – una política de la lengua que ponga en tela de juicio los lugares donde se verifica lo que Legendre ha nombrado como “el agotamiento de las prácticas filiatorias en Occidente”. Dicho agotamiento no consiste sólo en la degradación utilitarista del discurso jurídico, discurso filiatorio por excelencia, o en la degradación del sujeto, sino, como planteábamos anteriormente, en un ataque a la lengua en su función propiamente filiatoria y subjetivante.
Thomas Mann en su carta abierta al decano de la Universidad nazificada de Bonn dijo, después que se le retirara su doctorado honorífico: “Grande es el misterio del lenguaje; la responsabilidad ante un idioma y su pureza es de cualidad simbólica y espiritual; responsabilidad que no lo es meramente en sentido estético. La responsabilidad ante el idioma es, en esencia, responsabilidad humana”.
LA PERSONIFICACIÓN Y EL EQUÍVOCO EN EL ANÁLISIS DE NIÑOS
Los niños construyen su obra en el interior del juego, y se comprueba como una verdad de hecho que la conflictiva infantil se transfiere a él. El juego tiene la cualidad del lenguaje. La personificación propia del juego, estrictamente hablando, no pertenece a él, dado que podría haberse jugado en otro contexto sin que dicha personificación apareciera. Para el personaje es necesario que el juego se efectúe, ya que resulta ser su hábitat, el lugar en el que puede vivir y crecer, tomar substancia de personaje. El personaje tiene su historia y sus antecedentes en el período previo a la instalación del juego y se vincula en un sentido amplio con la circulación del lugar del niño respecto de la sexualidad en general: el deseo parental, la escena primaria, el decurso edípico, el momento y motivo del juego. En sentido estricto la historia del personaje circula entre el niño y su interlocutor, ya sea como comentarios, relatos, atisbos de juegos. El personaje es un objeto parlante. Sabemos que sólo puede haber sujetos parlantes, sin embargo, en el interior del juego puede haber objetos de muy diversa índole e, incluso, partes de ellos que hagan las veces de sujetos parlantes. ¿Cómo considerar a este objeto parlante con características subjetivas? En principio, como diciendo verdades, o sea, enunciaciones en vez de enunciados. O mejor aún, enunciados que, por ser proferidos en el interior del juego por un objeto, son enunciaciones hechas enunciado. De este modo, el objeto lleva la enunciación al nivel de la palabra y produce así, una sutura ficticia del nivel de enunciación. Se suspende cualquier pregunta por la significación puesto que el objeto dice lo que quería decir. Esta afirmación tiene todo el valor de la ambigüedad que muestra, ya que queremos mantenerla en su doble vertiente: lo que quería decir entendido como lo que significa, y lo que quería decir entendido como la posibilidad de articular los deseos en el terreno de la palabra (aquellos que no se saben). El objeto que se presenta como personaje y habla en la ficción del juego, hace excepción a esta imposibilidad bajo un único modo: de jugando. Jugando, el objeto parlante – el que sabe y dice lo que él quiso decir, su significación – produce una tautología en acto. Esta operación es transferencial porque en la ficción del juego, el personaje realiza la subjetivación del objeto o la personificación del sujeto y con ello consigue la realización del deseo como significación. La modalidad de juego a la que hacemos referencia, en la forma que ya hemos enunciado, es dicha por y desde el personaje, localizando allí el querer decir.
El emotivo descubrimiento que hace Freud con su nieto lo ilustra. El pequeño no mostraba ninguna pena cuando su madre se alejaba, eso intrigaba al abuelo. La observación le muestra que primero arrojaba los juguetes fuera de la vista con furia, acompañando el acto por la expresión ¡0rt! ¡0rt!. Esta expresión significa “lugar” en alemán, pero pronto descubre que es fort, ¡afuera, lejos!. Se convertía así el pequeño en parte activa en el alejamiento: no era él el abandonado, él arrojaba. Pero luego la observación muestra un segundo momento. El bebé tenía un carretel atado a los barrotes de la cuna. Lo arroja también exclamando ¡fort!, sin tanta furia esta vez, para recuperarlo con alegría diciendo ¡da!, “aquí”. Esta repetición, acompañada de elaboración, permitirá al niño soportar el alejamiento materno constituyendo una base para la tolerancia a la frustración que el objeto “tenido”, ya no parte del propio ser, sea independiente, sin por eso odiarlo y perderlo. Es un proceso difícil. Luego Winnicott agregará las teorizaciones sobre el objeto transicional que conjuga en sí un espacio construido entre ambos, con huellas sensoriales fundamentales (como el olor), que al quedar con el niño, acercan la presencia ausente en su representación. Sin embargo, a pesar del dolor, es esa falta la que va motorizando la vida. Cuando falta la falta, nos dice Lacan, comienza la angustia. Constituida en objeto “a”, se volverá causa de deseo. Y el pensamiento, que comienza siendo inconsciente, no será otra cosa que la huella de la pulsión en busca de ese objeto inencontrable, que cierre toda necesidad. Su búsqueda constituirá la vida, novela o drama. Si no se crea ese hiato de la búsqueda, la inmediatez acercará la muerte de algún modo. Por eso, clínicamente, es inquietante cuando alguien expresa que no hay nada adelante que lo entusiasme, que no hay búsqueda, ¡no hay nada!.
En el caso de las palabras de los niños y niñas víctimas de abuso sexual infantil (ASI), deben ser decodificadas por quienes son capaces de entender su idioma infantil sujeto a una experiencia traumática que daña profundamente su psiquismo, su YO. La palabra del agresor en el ASI tiene el valor simbólico de culpar, de amedrentar, de someter a la víctima infantil al poder del deseo de Otro; la palabra silenciada y silenciadora desprotege. Sólo inferencias especulativas nos permiten hablar de una niña víctima que todavía lucha por tener sus propias palabras. Pero Freud, ante el relato de las pacientes histéricas, creyó que había existido siempre en sus padecimientos infantiles un abuso sexual concreto, perpetrado por un adulto, generalmente cercano familiar. Era un suceso acaecido, concreto. Sólo en “Psicopatología de la Histeria” comienza a cuestionarse si siempre es real o son las propias fantasías que recrean un recuerdo encubridor. En sus actividades plásticas, los niños no sólo expresan sus experiencias emocionales. Tienen momentos en los que, a su vez, suelen dedicarse horas y días enteros a la práctica de sus logros psicomotrices haciendo infinidad de puntos, círculos o simples líneas que no tienen interpretación simbólica alguna. Así como también vale destacar, en muchas otras oportunidades, no obstante estar atravesando por situaciones de gran felicidad, les da por jugar y por pintar atmósferas opresivas como un intento de analizar algo que no les ha quedado del todo claro del pasado. O por situaciones terribles y uno los ve obsesionados con las hadas y los héroes de fábulas. Cuando los niños resilientes al ASI están sobrepasados por la tristeza, paradójicamente, pueden prohibir hablar de cosas tristes. En los peores momentos pueden preferir lo lindo de la vida. Y así, de esa manera, suelen pedir auxilio al mundo de las fantasías; un mundo donde sus deseos, con seguridad, van a ser satisfechos, donde la temporalidad no cumple las leyes de la realidad conciente. Realmente, esto es muy positivo; porque es preferible que un niño fantasee con que es posible cambiar las cosas que no están bien, a que crezca resignado a la maldad del mundo. Los niños y niñas víctimas de ASI, debido a sus juegos, pueden comprender que lo que les ha pasado no ha sido un simple sueño y que las brujas existían de verdad, aunque no usaran escobas. ¿Son los juegos simples juegos o son verdaderos símbolos de la vida? Resulta que detrás de cada juego hay una pista y quien la descubre gana un tesoro, pero casi nadie se anima a mirar más allá de sus propias narices. Constantemente, los niños trabajan para entender la parodia que de nuestras existencias hemos montado. Desde que se levantan hasta que se acuestan luchan contra la locura de este mundo, denuncian y gritan justicia, reclaman una ética que no sea contradictoria, Sus juegos y actividades se han convertido en una especie de espejo de lo más grotesco de nuestras familias, de nuestra sociedad. Pero, cuando vemos que imitan y delatan algo que nosotros odiamos, les pegamos. Y ellos lloran, gritan y patalean su impotencia frente a semejante hipocresía, pero, después de un rato, comienzan de nuevo con su arduo trabajo: intentan descifrar un idioma que no comprenden, el idioma que hablamos los adultos. Un idioma que, paradójicamente, ni siquiera nosotros mismos comprendemos del todo. Esperemos que los hijos de los niños y niñas víctimas de ASI sepan acerca del valor de la palabra y de la importancia de un golpe jamás dado, y que crean en la magia de los sentimientos y de todas las pistas que hay escondidas detrás de los juegos. Por lo general, los adultos estamos tan ocupados que realmente no nos queda demasiado tiempo para nada; sin embargo, a los niños les bastan tan sólo un par de segundos para transmitirnos su presencia. Y, aunque en ocasiones resulte más cómodo no escucharlos, el precio que se paga, por estar distraídos, es muy alto.
LA PALABRA EN LAS MANOS DE LOS SORDOS
Muy tempranamente ingresa el niño sordo a la escuela, y allí comienza la labor de los maestros especiales que intentarán lo que para cualquiera de nosotros parecería imposible: lograr que ese niño sordo hable. Que hable en palabras, que emita sonidos que él mismo nunca jamás podrá oír. En muchos casos se logra que aprenda un lenguaje y se comunique. El niño privado de audición está muy en desventaja con el oyente: es que el lenguaje mantiene una estrecha relación con el pensamiento, es causa de él. Para comprender esto, debemos remontarnos a los primeros momentos de la estructuración psíquica. El bebé tiene hambre y llora, grita: este grito es, en un principio, una descarga por vía motriz, (la única vía posible al comienzo), motivada por la tendencia del aparato a evitar el aumento de tensión. Pero si hay un Otro que responde al grito y le otorga significación, le corresponde con una acción específica: lo alimenta, y es así como el grito que antes era pura descarga se convierte en llamado, cobrando la función secundaria de comunicación. A partir de estas vivencias, primeros momentos del desarrollo libidinal, van quedando en el psiquismo huellas mnémicas, marcas, inscripciones, que se irán complejizando, y es así como el aparato psíquico suspende la descarga motriz, por el proceso de pensar, que se constituye desde el representar. Las primeras huellas, que se inscriben en el sistema que Freud llama “signos de percepción”, se transcriben al sistema inconciente. En este sistema están las representaciones cosa, representaciones de las cosas del mundo, das ding; la energía se desplaza libremente, lo que llamamos proceso primario. Luego esta energía se transporta a investiduras ligadas, dando lugar a una tercera retranscripción, en el sistema Preconciente, sede de las representaciones palabra. “Es probable que en su origen el pensamiento fuera inconciente, en la medida en que se elevó por encima del mero representar y se dirigió a las relaciones entre las impresiones de objetos, entonces adquirió nuevas cualidades perceptibles para la conciencia únicamente por la ligazón con los restos de palabra”. Las representaciones inconcientes deberán ligarse a una representación palabra para poder acceder a la conciencia; el pensamiento conciente, es entonces, a partir de ligazones de palabra, es decir que es la palabra condición del pensamiento conciente. “El pensamiento no se expresa simplemente en palabras, sino que existe a través de ellas”. (Vygotsky, Pensamiento y Lenguaje). Los primeros años de vida son un tiempo precioso en cuanto al desarrollo lingüístico imposible de recuperar más adelante en los años posteriores. Hay un tiempo para adquirir el lenguaje: luego podrán aprenderse nuevas formas, nuevos paradigmas pero eso siempre y cuando haya existido desde el inicio un baño de lenguaje, y la posibilidad de comunicar a través de él. Generalmente, un niño oyente de tres años puede hablar, comunicarse. Conoce relaciones causales, temporales; hace uso de la interrogación. Percibe palabras, sonidos, melodías; el lenguaje lo penetra, lo atraviesa, incluso, a pesar de él, ya que el oído es el único órgano de intercambio con el medio que no puede cerrarse a voluntad! La madre le habla, le canta, le incluye en sus diálogos, cuenta cuentos… poco a poco, algunas palabras empiezan a tener sentido para él. Ciertos sonidos comienzan a recortarse entre otros, a reconocerse y a cobrar significación. Y es así como el niño adquiere la lengua del medio en que vive, su gramática, sus reglas, su vocabulario, a medida en que las palabras se enlazan con su experiencia. Construye el concepto de las cosas del mundo de manera implícita a partir del enlace de estos significados con las representaciones palabras del lenguaje del medio en que se encuentra. Los niños sordos, en cambio, deberán aprender la lengua: a partir de técnicas de asociación imitación -refuerzo. Repetir palabras, frases, oraciones de las que no siempre logran apropiarse, porque son impuestas y planificadas por otro, y no exactamente estrategias de conocimiento del mundo. “La sordera congénita produce efectos evidentes por su silencio, por cuanto impide la adquisición de la lengua oral, pero también produce efectos silenciosos en su evidencia como la imposibilidad de construcción de los significados que permiten una acabada representación cognitiva y afectiva del mundo y de sí mismo”. La palabra es pensamiento; la palabra nomina, da existencia, a la vez que nos permite alejarnos del mundo concreto e introducirnos en una dimensión simbólica. Un niño que puede jugar no sólo con objetos, sino con palabras, (ej. juego de roles), es porque ha podido superar el mundo concreto de los objetos y sumergirse en el mundo conceptual, de lo conocido y lo desconocido, lo presente y lo ausente. Joseph Church escribe: “El lenguaje transforma la experiencia. A partir del lenguaje podemos iniciar al niño en un campo puramente simbólico de pasado y futuro, de lugares remotos, de relaciones ideales, de acontecimientos hipotéticos, [...] Podemos manipular símbolos de un modo que no sería posible con las cosas que representan... podemos reordenar verbalmente situaciones que por sí solas no permitirían reordenación... Podemos yuxtaponer objetos y acontecimientos muy separados en el espacio y el tiempo, podemos, si queremos, darle la vuelta al universo simbólicamente”. La palabra es una retranscripción, una representación y podrá tener distintas materialidades: puede ser oral, escrita, signada. Un niño con déficit auditivo, nunca podrá oír palabras, en su materialidad de sonido, pero puede ver unas manos que dibujan en el aire. Por lo anteriormente expuesto, es imprescindible privilegiar la comunicación por sobre el medio a utilizar. La constitución psíquica, por sobre el modo de hablar. Para que pueda desarrollarse el pensamiento es condición el lenguaje; pero no necesariamente, la lengua oral. Una lengua implica un paradigma, reglas, elementos y relaciones entre ellos, un vocabulario y la función de ser código común para una comunidad. La lengua de señas cumple con estas condiciones y es la lengua natural para alguien que no puede oír. Sobre estas estructuras previas de la lengua visomotora podrá montarse el aprendizaje de la lengua oral, del código compartido por la comunidad en la cual está inserto.
Teniendo en cuenta estos procesos de desarrollo lingüístico en las personas sordas, Denmark (1994, p. 49) sugiere como mínimo las siguientes habilidades en los profesionales de la salud mental involucrados en el tratamiento de las personas sordas:
1) Comprender los aspectos psicológicos, lingüísticos, sociológicos y culturales de los diferentes tipos de sordera. 2) Comprender la problemática de niños y adultos sordos con otras discapacidades asociadas. 3) Conocer los trastornos de comunicación, tanto los del desarrollo como las adquisiciones. 4) Habilidad para comunicarse mediante la lengua de señas, dactilogía (alfabeto signado) y otros sistemas de comunicación apropiados. 5) Conocer dónde y cómo obtener intérpretes especializados de lengua de señas. 6) Conocimiento de la fenomenología de los trastornos mentales cuando ésta afecta a las personas sordas con distintos tipos de sordera. 7) Tener un conocimiento activo de los aspectos audiológicos de la sordera (etiología, grado de sordera y tratamientos). 8) Conocimiento de los servicios disponibles para personas Sordas (como Asociaciones, centros educativos, centro de salud mental). 9) Conocer en profundidad las necesidades de la comunidad sorda y las normas de su propia cultura, lo relacionado al tema de la sordera y los aspectos implicados en la comunidad sorda (Estrada, 2008).
EL PASO AL ESCRITO
Las presentaciones de libros se han convertido en una práctica habitual en nuestro medio. En ellas saludamos su aparición, les damos la bienvenida e invitamos a su lectura con un comentario sobre la que hemos comenzado a hacer. En este caso se agrega una particularidad: cuando se invita a leer un libro que consiste en un conjunto de textos, de escritos que giran en torno a la cuestión de la escritura; de la escritura en y del psicoanálisis, es una reflexión en acto. Dice sobre la escritura poniéndola en práctica. Esto multiplica su interés en la medida en que nos confrontamos a leer lo que sobre esta cuestión nos transmite en el plano del enunciado y en el de la enunciación. ¿Cómo se hace cargo en su estilo, en sus modos de lo que sobre la escritura discierne? ¿Con qué letra escribe lo que respecto a la emergencia de la letra postula? Otra particularidad de este tipo de libros es su relación con la actualidad. Quizás sea pertinente distinguir de los libros de actualidad, de ocasión, de moda, otros en los que lo actual se defina por su pertinencia respecto a lo que hace síntoma y requiere interpretación. ¿Qué concepción de la letra exige el discurso psicoanalítico? ¿Qué escritura le conviene al psicoanálisis, qué presentación se acomoda a su objeto? Tomar en consideración la relación entre ellas, lleva a plantearse de qué modo se hace cargo la escritura del psicoanálisis de las consecuencias que se derivan de la conceptualización psicoanalítica de la letra.
Decir escritura del psicoanálisis, incluye diferentes prácticas que van desde el registro de los avatares de cada análisis, a la construcción del historial, hasta el ensayo psicoanalítico en sus diversas variantes; una extensa gama de modalidades de pasaje al escrito en el que su estatuto de psicoanalítico no proviene sólo del tema del que se ocupa, ni del público al que se dirige, sino también, y fundamentalmente, de su posibilidad de soportar, de ser soporte del discurso entre diferentes prácticas. ¿Cómo resulta afectada, marcada en su estilo y su lógica argumentativa una escritura que no se desentienda de lo que el psicoanálisis nos enseña? Esto acarrea insoslayables consecuencias sobre la transmisión. Una transmisión que no lo es de un saber acumulativo y acumulado, sino de una práctica que progresa por la interpretación de los obstáculos, de las resistencias que la guían. Interpretación que utiliza como recurso la palabra: la palabra escuchada y la palabra respondida. Palabras que no logran desprenderse totalmente de lo subjetivo, de las emociones y de las valoraciones personales de los dos participantes intercambiables y causales de este proceso: el que enuncia y el que escucha o lee. El deseo del analista mantiene in-suturado el desgarro causal. Un desgarro que sólo puede sostenerse en su función, en correlación con la inscripción de lo imposible. Empuja el trabajo retórico del Inconsciente en el que se ficcionaliza la verdad, a la vez que presentifica el límite que constituye su condición. La letra, hendida por el tiempo, borrada, negativizada, es concebida decantando de diversos movimientos. “Emergencia de la letra” no es historia de la escritura; tampoco es acceso al alfabetismo como aprendizaje. Entonces ¿por qué abordarla por la vía de esos pasos, de esas figuras de transformación, decantación, recorte, borradura, aislamiento? Quizás ese énfasis pone de relieve una dimensión propia de la letra, tal como conviene considerarla desde el psicoanálisis que comporta una eficacia de la temporalidad que la sacude y la hiende, puesto que se actualiza en el diferimiento. Su actualidad es de destiempo. Como el acto, adquiere su perfección en su desvanecimiento. Se marca en el instante de su borradura. Se afirma como negatividad y autodiferencia que la ausenta de sí misma. Es la marca del nombre impronunciable de Dios. Esa negatividad deriva de la incidencia del vacío pulsional; la mudez del Ello se articula como corte de la mirada y de la voz. Koop hace referencia a la escena “Ladrones de miel” en las cuevas de Valencia recordando que “toda la escena está montada alrededor de un agujero en la pared. Unas líneas verticales parecen enfatizar el agujero sugiriendo un bosquejo de un árbol. Una silueta humana parece perder, hundir su brazo en el hueco. Abejas o avispas vuelan alrededor. Ese hueco negro absorbe nuestra mirada, es ombligo óptico de la escena”. “La naturaleza y la palabra entramadas en una gestalt que comunica un mensaje”. Contrapunto de lecturas, multiplicación de apólogos, alusiones, figuras míticas, permiten que en el campo de la representación, no fuera de él, advenga el representante de lo imposible de representar.
LA SEMÁNTICA DEL SÍMBOLO SEGÚN JUNG
A las representaciones frente a las cuales se imponía un definitivo silencio, Jung las llamó arquetipos (símbolos de lo inconsciente colectivo). Son diversos los puntos frente a los cuales este autor difiere de la teoría freudiana. En el primero de ellos, siendo consecuente con su teoría de la libido no exclusivamente sexual, Jung rechaza la reducción a una explicación exclusiva en ese ámbito, viendo en los símbolos significados que trascienden las pulsiones sexuales. Otro de los puntos es el considerar la imposibilidad de hacer un “código” de significaciones de los símbolos. A pesar de que los arquetipos son realidades simbólicas que se repiten en individuos de diferentes razas y en pueblos de diferentes orígenes, su expresión siempre está dada en el marco de una psique individual o de una cultura específica, por esto, su significado sólo puede ser hallado en la articulación con una posición consciente individual (en la terapia) o con unos hechos culturales específicos (en el análisis de un pueblo). Hacer un código de los símbolos es absurdo, porque en la gama infinita de posibles significados de todo símbolo (recordemos “el modo simbólico” de Eco), la actualización de uno o varios de esos significados sólo es posible con base en una relación específica a algo en particular (sea ésta psíquica o cultural). El último de los puntos es el hecho de que los arquetipos no derivan simplemente de unas relaciones lingüísticas arcaicas, ya que testimonian una fuerza (afectiva, significativa, simbólica) que va mucho más allá de las palabras, característica que Jung denominó como efecto “numinoso” del arquetipo. Para Jung, el arquetipo es un esquema de conducta innato que se expresa en forma de imágenes, o sea, a nivel psíquico. Si bien para Jung la madre y el padre real comienzan siendo los objetos sobre los cuales se proyectan los arquetipos de la Madre y el Padre, en el fondo éstos no son más que realidades psíquicas, así, todos llevamos dentro, gracias a los arquetipos, una madre, un padre, un hijo, un héroe, una heroína, etc., es decir, toda una mitología en nuestra alma.
Los arquetipos son formas típicas de conducta que, cuando llegan a ser conscientes, se manifiestan como representaciones, al igual que todo lo que llega a ser contenido de conciencia” (Jung 1970, pág. 173) De esta afirmación se deducen varios puntos importantes característicos del arquetipo : Primero, el arquetipo no es más que una forma inconsciente, es decir, de alguna manera, una forma vacía : “El arquetipo es un elemento formal, en sí vacío, que no es sino una facultas praeformandi , una posibilidad dada a priori de la forma de la representación” (Ibíd., pág. 74) Segundo, como forma innata, pertenece al ámbito de los instintos: “Podríase asimismo llamarlo intuición del instinto en sí mismo o autorretrato del instinto…” (Jung 1982, pág, 159), sería algo así como el factor psíquico del instinto (Esta relación arquetipo-instinto será profundizada en el parágrafo siguiente). Tercero, los arquetipos no son representaciones heredadas, pensar lo contrario ha sido la base de una crítica contundente que se le ha hecho a la teoría junguiana: “No afirmo con esto, en modo alguno, la herencia de las representaciones, sino solamente de la posibilidad de la representación cosa que es muy distinta” (Jung 1992, pág. 83), es decir, lo que Jung afirma es la herencia de las formas que pueden servir de base para determinadas representaciones. Cuarto, el arquetipo es una forma vacía que es “llenada”, por un lado, con la representación, y por otro, con libido (energía básica del organismo vivo): “Así, estas imágenes nos las hemos de figurar como exentas de contenido y, por ende, inconscientes. El contenido, la influencia y el estado consciente no lo alcanzan sino luego, al tropezar con hechos empíricos que, al dar en la predisposición inconsciente, le infunden vida.” (Jung 1950, Pág., 156). En conclusión, los arquetipos “Son en cierto sentido los sedimentos de todas las experiencias de la serie de antepasados, pero no son estas experiencias mismas” (Ibid, pág, 156)
Jung considera que existen dos formas de pensamiento. Al primero lo llama pensamiento dirigido, o lógico, o verbal; éste tiene una relación más fuerte con el afuera y se apuntala en la capacidad verbal, en el lenguaje analítico. El otro pensamiento es el sueño o fantaseo, el cual, en última instancia, es una sucesión de imágenes, se aparta de la realidad, es subjetivo y motivado interiormente, en él cesa el pensamiento verbal. Se podría sacar la conclusión, incluso, de que se apuntala en otro tipo de lenguaje (Jung 1962). El símbolo formaría parte de este último tipo de pensamiento. Haciendo una analogía con Eco, podríamos pensar en una primera relación sígnica con el mundo, y una segunda relación que surge con el uso simbólico de los signos.
Jung también hace una diferenciación entre signo y símbolo: “Según mi modo de ver las cosas, debe establecerse una rigurosa diferenciación entre el concepto de símbolo y el concepto de un mero signo. La significación simbólica y la significación semiótica son cosas completamente distintas” (Jung 1964, pág. 552). Nos da un ejemplo: en la costumbre de ofrecer un poco de tierra cuando se ha vendido un terreno se ha querido ver una relación simbólica, cuando de hecho es simplemente semiótica. “El puñado de hierba es un signo supuesto para el terreno todo” (Ibíd., pág. 553). “En cambio, el símbolo presupone siempre que la expresión elegida es la mejor designación o la mejor fórmula posible para un estado de cosas relativamente desconocido, pero reconocido como existente o reclamado como tal” (Ibíd. Pág. 553) De esta manera Jung se acerca a lo que ya había sido mencionado por Eliade (capítulo 2), en el sentido de que el símbolo es la representación adecuada de todo aquello que no puede ser representado por el concepto. Jung considera, igual que Eco, que existen casos en los cuales el carácter simbólico es dado gracias a la disposición de la conciencia de quien juzga y se enfrenta a los hechos, y esto es posible ya que ese algo que está siendo objeto de discriminación, puede ser visto no sólo como tal, como lo que es, sino expresando un hecho en sí desconocido. Eco lo explicaba como la decisión del emisor o el receptor de interpretar de acuerdo al “modo simbólico”, es decir, como un “voy a interpretar simbólicamente”. Sin embargo, Jung también encuentra casos en los cuales el carácter simbólico no depende de nadie; simple y llanamente el símbolo se impone. Y de esta manera es la mejor expresión posible de una realidad que en esencia es inexpresable.
En contraposición al significado fijo del signo (Jung 1962), el símbolo tiene una plurivocidad que en algunos casos es asombrosa.
El símbolo hace una circunvolución de sentido alrededor del simbolizado, para atraparlo sin atraparlo. Esta característica parece similar a la de la “semiosis ilimitada” de Peirce o a la “cadena significante” de Lacan: un significante siempre nos remite a otro significante. Pero su diferencia radica en que, mientras que en estas dos clases de significación el sentido se desplaza en una cadena infinita hablando de infinidad de cosas, en el símbolo el sentido, con su infinidad de aspectos, nos habla de una y la misma cosa: “El símbolo… tiene numerosas variantes análogas, y de cuántas más disponga tanto más completa y exacta es la imagen que esboza de su objeto” (Jung 1962, pág. 137).
Una característica que aparece como consecuencia de la anterior, es el contenido muchas veces contradictorio del símbolo (enunciado también por Eliade) “Naturalmente el juicio intelectual trata siempre de establecer su univocidad y pierde de vista así lo esencial, pues aquello que, por ser lo único que corresponde a su naturaleza, hay que establecer ante todo, es su plurivocidad, su abundancia de relaciones casi inabarcable, que hace imposible toda formulación unívoca. Además son constitutivamente paradójicos, así como el espíritu es entre los alquimistas senex e iuvenis simul”. El símbolo es por excelencia una conjunción de opuestos. De un lado, gracias a la forma, expresa algo inconsciente, del otro lado, gracias a la representación, expresa algo consciente; es a la vez sentimiento y pensamiento ; conlleva un contenido racional por un lado e irracional por el otro; sus raíces colindan con los instintos y sus ramas con las ideas. El símbolo es el tertium non datur (tercero desconocido) que une una cosa con su opuesta.
El símbolo remite siempre a una totalidad. Siguiendo la idea de Mario Trevi (1996), vemos cómo su etimología nos deja vislumbrar esta cualidad. El símbolo, como esa parte de una moneda que ha sido escindida, remite a su otro “pedazo” como condición de su totalidad. “Símbolo, originariamente, es lo que se remite a una parte, de la que ha sido separado, para aparecer como un todo” (Trevi 1996, pág. 40). Esto significa que ese otro que está conectado con él forma parte asimismo de un orden de lo completo, de lo unificado, de lo total. El símbolo nos habla de esta unión. “Evoca el todo del que ha sido substraído y de cuya reunificación él adquiere sentido. Un número finito (o incluso transfinito) no evoca la totalidad de los números, como tampoco una perla evoca la totalidad de las perlas. Para que eso ocurra es necesario que se cumpla el proceso de la formación del concepto capaz de inferir lo universal de lo particular. Por el contrario, el proceso que evoca el símbolo es el de una inserción dentro del orden que lo completa, al incluirlo en la totalidad originaria”. (Trevi 1996, pág. 41). Esta tendencia a la unificación, a la totalidad, Jung la descubrió en un fenómeno psíquico natural al cual llamó proceso de individuación y a cuyo arquetipo central denominó el símismo.
A pesar de lo “inexpresable” del símbolo, un camino es abierto –aunque oscuro- desde el momento en que se toma en consideración la relación símbolo-instinto: “El problema de la formación de símbolos no puede tratarse en absoluto sin traer a colación los procesos instintivos, puesto que de éstos proviene la fuerza motriz del símbolo” (Jung 1962, pág. 241). En efecto, los símbolos tienen una relación directa con los instintos; incluso, Jung va más allá cuando dice: “En tanto los arquetipos intervienen regulando, modificando o motivando la configuración de los contenidos conscientes, se comportan como instintos. Resulta entonces obvio suponer una relación entre estos factores y los instintos y plantear el problema de si las imágenes situacionales típicas, que parecen representar a esos principios formales colectivos, no se identifican en última instancia con los patrones instintivos, o sea con los patrones de conducta. Debo confesar que hasta ahora no he encontrado ningún argumento que obligara a excluir esta posibilidad” (Jung 1970, pág. 149).
Freud se encontró con el mismo fenómeno al relacionar inevitablemente los contenidos del inconsciente con los instintos. Para esto creó el concepto de pulsión. Esta es la representación psíquica de una necesidad corporal. “Si ahora, desde el aspecto biológico, pasamos a la consideración de la vida anímica, la ‘pulsión’ nos aparece como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante [Repräsentant] psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma, como una medida de la exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal” (Freud 1976b, pág. 117) Entiéndase bien, la pulsión es un representante, y es por esto que rompe su vínculo natural con lo representado. Pareciera que Jung llega a la misma conclusión, sin embargo, existe una diferencia sutil, y a la vez profunda, entre las dos concepciones. En efecto, los arquetipos son la imagen psíquica de los instintos, pero no olvidemos que Jung habla de una identificación entre unos y otros, es más, cuando habla de arquetipos y de instintos está hablando de dos aspectos de una misma cosa, como si fueran las dos caras de una misma moneda, los dos rostros del dios Jano, las dos posibles manifestaciones de un mismo fenómeno: “… todo instinto tiene dos aspectos, por un lado se lo vivencia como dinámica fisiológica, por el otro sus múltiples formas aparecen en la conciencia como imágenes y conexiones de imágenes y desarrollan efectos numinosos, que están o parecen estar en rigurosa oposición con el impulso fisiológico.
La realidad simbólica (llámese representacional o utilícese cualquier otro término) es a la vez realidad física. La psique y la materia son dos fenómenos interrelacionados que no pueden ser reducidos el uno al otro.
Hagamos un pequeño recorderis sobre la teoría semiótica moderna (sobre todo la de tradición peirciana), para hacer una comparación entre su concepción de la significación y el concepto de símbolo en Jung. Parece ser que el concepto de referente ha sido “superado” en la ya mencionada teoría semiótica. En esta tríada de la semiosis, el signo, su objeto y su interpretante, no tienen nada que ver con un referente “real”, en el sentido en que el objeto y el interpretante también son signos: el objeto no representa realmente una “cosa real”, porque ¿qué otra manera tenemos de interrelación con el mundo si no es a través de los signos? Esto está claro cuando Peirce dice que el signo está en lugar de un objeto “no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de idea...” (Peirce 1986, pág. 22); el interpretante no es más que un signo que interpreta a otro signo.
A una separación parecida del referente llegó también Saussure cuando considera al signo verbal como una dualidad significante-significado, y a éstos dos como realidades psíquicas; es decir, no le interesan las cosas en sí, sino el proceso de significación que en última instancia es un fenómeno psíquico.
Sabemos que Lacan hizo una misma separación entre un orden simbólico (del significante) y un orden de lo real, inaccesible para el hombre.
En general, cualquier teoría de la significación que trabajara con el concepto de referente, seguramente no aceptaría que la relación con éste es directa, ya que el hombre es por excelencia un ser que se comunica gracias a las mediaciones representacionales.
Pues bien, la teoría del símbolo en Jung se contrapone, de alguna manera, a estas consideraciones. Ricoeur considera que el símbolo pertenece a una significación de grado superior, puesto que está “exento” del trabajo de la designación, la cual es llevada a cabo por el signo, y sobre éste se apuntala el símbolo para transferir su sentido primario a un sentido secundario. La concepción de Jung es contraria: no sólo el centro del símbolo es este trabajo de designación, sino que, esta designación, por decirlo así, es directa.
Veámoslo de esta manera: en la dualidad simbolizante-simbolizado, el referente es el simbolizado mismo, y éste como instancia real, habita en el simbolizante. Pero entonces, ¿qué es el referente? El referente es el mundo. ¿Pero cómo llega a estar el mundo (en su cualidad de real) dentro de una realidad simbólica? Esto se explicaría si hacemos la cadena siguiente: lo que habita, en esencia, en el símbolo, es la libido (“energía vital”), la libido es la energía de los instintos, los instintos son en esencia la expresión de lo fisiológico, lo fisiológico es en esencia corporal, lo corporal es una expresión de la materia, y la materia es una expresión de la Naturaleza. El símbolo arranca un pedazo de naturaleza en el hombre y se lo pone en frente como representación.
“Como la psique y la materia están contenidas en uno y el mismo mundo y además están en contacto permanente y descansan en última instancia sobre factores trascendentales, no sólo existe la posibilidad sino también cierta probabilidad de que materia y psique sean dos aspectos distintos de una y la misma cosa” (Jung 1970, pág. 159)
“El arquetipo es naturaleza pura y genuina…” (Ibid., pág. 154).
De esta manera vemos cómo el símbolo se comporta en parte como representación y en parte no. Por un lado es representación porque puede entrar en una dialéctica de sentido, o sea, gracias a su mecanismo de mediación nos permite una interrelación mediata con el mundo que se instaura en una operación de significación, ofreciendo un contenido a interpretar y haciéndose por esto mismo comunicable, insertándose a su vez en todo sistema cultural. Por otro lado no es representación, ya que no funciona como la presencia de una ausencia, sino como la presencia de una presencia.
Ahora entendemos por qué la característica numinosa de los arquetipos; por qué una de las pacientes de Jung le decía “Yo sé con toda exactitud de qué se trata, lo veo y lo siento todo, pero me es totalmente imposible encontrar palabras para ello”: No es más que el silencio abrumante que impone la Naturaleza.
Como si lo Inconsciente nos dijera “No hables, sólo imagina…”
Podríamos pensar que a raíz de todas estas elucidaciones, un vasto camino investigativo se abre frente a una concepción semiótica del símbolo.
CONCLUSIONES
La palabra cambia su simbolismo según quien la pronuncie y quien la escuche, según el momento de nuestras vidas, según las experiencias que le antecedan. La simbolización de la palabra depende de la subjetividad del individuo, del grupo y su cultura, y de su herencia: la lengua materna.
Ya Lacan orientó su búsqueda teórica desde la obra freudiana –el psicoanálisis- hacia el lenguaje – De Saussure mediante-, en pos de determinar cuál era la relación entre los dos factores claves de la existencia humana (el inconsciente y el lenguaje). El primer paso es obvio: el sueño, el lapsus, el chiste, el síntoma neurótico son fenómenos de lenguaje, tal como lo resalta Lacan: “La función de la palabra sólo puede explicarse al definir el campo del lenguaje. Esos dos términos son el título de un discurso que pronuncié en Roma, en 1953, y del cual surge mi escuela después de muchas dificultades. Mi escuela es freudiana, y eso no debe extrañar, ya que demostré claramente que los testimonios aportados por Freud de la existencia del inconsciente, de los sueños, de los lapsus y ocurrencias, sólo son interpretables sobre el texto de lo que se dice a través de la palabra del propio interesado. Este es un hecho patente en las tres obras que Freud ha escrito sobre cada uno de esos temas y que constituyen el punto de partida de su «pensamiento»”. Referencias como éstas son innumerables en la obra de Lacan, pero sólo nos aproximan a la cuestión planteada, indicando que las formaciones del inconsciente son hechos de lenguaje. La pregunta, entonces, subsiste: ¿de qué manera se articulan estas dos estructuras –inconsciente y lenguaje? La palabra transmite un valor cultural que nos esclaviza a los deseos de los Otros, como suele ocurrir a través de la publicidad o en el caso del abuso sexual infantil. La palabra se transforma en Ley transgredida, aunque lleve el nombre de sus hijos. En el caso de este tipo de personalidades, puede conllevar aún el simbolismo del nivel de adicción o perversión sexual de los agresores; simbolismo detectado en las diferentes evaluaciones psicométricas proyectivas. La palabra posee el valor simbólico de liberar o encarcelar. Las palabras no son lo que parecen, sino el significado de la experiencia que uno tiene que procesar y contar. Es por esta razón, que no importa si una persona es un profesional prestigioso o un simple obrero, todo el mundo es, en mayor o menor medida, esclavo. Esclavo de la cultura en la cual está inserto, esclavo de ciertos y determinados patrones familiares o, peor aún, esclavo de los deseos siempre insatisfechos. Toda persona se encuentra dentro de distintas y, a la vez, iguales sociedades de consumo y todo vale en pos de salirse del sistema. Cada cual hace lo que puede; por eso pese a quien pese, cada vez son más los que rinden culto al poder que les brinda el particular modo de descontrolarse. A tal punto, que para demostrar que se tiene una porción del poder, se aprovecha cualquier oportunidad, aunque a veces esa oportunidad lleve el nombre de alguno de sus hijos. Es el caso del incesto. Y en este caso, la palabra silenciada es lo único que vale; quienes callan conceden. Pero el silenciamiento de la palabra, termina transformándose en una cárcel. Sin embargo, cualquier intento de poderío no hace más que demostrar su impotencia en el fondo. La sociedad mantiene una actitud perversa: no sólo el abusador, sino también los que conocen y no denuncian el abuso de menores y los que no permiten que se hable del tema porque hiere su moral “sensible”. Hoy en día se habla de todo y en la televisión se analizan estos temas. Pero analizar un tema es reflexionar profundamente con responsabilidad y consideración hacia las víctimas. Hablar no es decir. Paradójicamente, se puede hablar sin decir absolutamente nada; o lo que es lo mismo, se puede callar hablando. La palabra de los niños y niñas víctimas de abuso sexual no es prueba de nada ante los jueces, pero resulta que la palabra de un adulto pervertido, que se defiende astutamente, sí lo es. Los personajes de las narraciones, de las poesías, de las novelas, tienen el mismo origen y simbolismo que aquellos del juego infantil: encarnan la conflictiva de su autor a través del juego de las palabras de los parlamentos y de las descripciones de las escenas. La palabra es el objeto que nos permite simbolizar. Aquel que logra simbolizar, se comunica consigo mismo y con el mundo exterior. Quien no alcanzare este desarrollo de simbolización, se hallará sumergido en las tinieblas de la alienación: la locura. La palabra ha sido utilizada desde su origen como señal y marca del tránsito de la vida y por la vida. La recibimos inscripta a través de la cultura y la reinscribimos con nuestro estilo personal y epocal a las nuevas generaciones inmediatas en su ADN, como lo explica la epigenética. La interpretación utiliza como recurso la palabra: la palabra escuchada y la palabra respondida. Palabras que no logran desprenderse totalmente de lo subjetivo, de las emociones y de las valoraciones personales de los dos participantes intercambiables y causales de este proceso: el que enuncia y el que escucha o lee. Pero la palabra ya vimos que también puede expresarse a través del silencio de los hipoacúsisos y de quienes guardan secretos. La naturaleza y la palabra entramadas en una gestalt comunican un mensaje. La palabra conlleva una pulsión. La palabra, ha sido creada para completar el silencio universal de la naturaleza.
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